Por Papi del Cole Nº2 (Anónimo)
Vamos a ver. Yo solo quería jugar mejor. No pedía mucho. Solo pegarle un poco más fuerte, dejar de parecer un pato mareado en la pista y, con suerte, empezar a ganar algún partido en Playtomic sin que mi pareja me mirara como si acabara de atropellar a su perro.
Así que hice lo que cualquier ser humano razonable haría: comprar una pala nueva. Pero no una pala cualquiera. LA PALA. Esa con nombre de guerrero mitológico, carbono 12K, grip especial y tecnología cuántica para generar efectos imposibles. Una pala que prometía convertir a un triste jugador de pachangas en un semidiós del pádel.
300 euros después, la realidad me explotó en la cara.

Cuando el dinero no compra talento
Estrené la pala con la emoción de un niño en Navidad. Salí a la pista con una seguridad absurda, convencido de que, en cuanto golpeara la primera bola, los demás se apartarían con miedo. El problema es que nadie me avisó de que las palas no juegan solas. La primera bola que toqué salió disparada al tercer piso del club.
Mis rivales se miraron entre ellos y se rieron. “Buena pegada, eh”, dijo uno con condescendencia. No me amilané. Segunda bola, mismo resultado. Parecía que estaba lanzando satélites, no jugando al pádel.
“Venga, es solo cogerle el punto”, pensé. Pero no. La pala pesaba más de lo que mi brazo estaba acostumbrado, y después de media hora de partido tenía el antebrazo más hinchado que un culturista en su semana de carga. Intenté hacer una bandeja, pero lo que salió fue un extraño híbrido entre un puñetazo al aire y una caída poco digna. No podía más.
La humillación es real
Mis compañeros de partido empezaron a darme consejos que no había pedido. “Juega más relajado”, “No le pegues tan fuerte”, “La pala es buena, el problema es que hay que saber usarla”.
Ah, gracias. No se me había ocurrido. Pensé que la pala traía la habilidad incluida en el precio.
Para el segundo set, ya me habían bautizado como el “Errati”. No fallé ni una bola… porque todas se iban directamente fuera. Mis sueños de grandeza se desmoronaban, y la cara de mi pareja de juego pasaba del enfado a la resignación absoluta.
Epílogo: Aprender por las malas
Un mes después, la pala sigue ahí, reluciente, en su funda, acumulando polvo como un trofeo de guerra. He vuelto a mi pala vieja, esa que no tenía carbono espacial ni núcleo de adamantium, pero que al menos me dejaba devolver una bola sin parecer un kamikaze.
La moraleja de esta historia es clara: No es la flecha, es el indio. Pero si te vas a gastar 300 euros en una pala, al menos que tenga la opción de devolverte el dinero cuando descubras que lo que realmente necesitas no es una pala nueva, sino un par de clases y una dosis de humildad.
Nos vemos en la pista, con mi pala de siempre… y con mi dignidad en proceso de recuperación.